Lecturas de Apoyo


ARTICULO DE JAIME AVILES DEL 4 DE DICIEMBRE DE 2010 DE LA JORNADA... http://www.jornada.unam.mx/2010/12/04/index.php?section=opinion&article=012o1pol
Desfiladero
Droga y postmiseria: opiniones de un capo brasileño
Jaime Avilés

Un niño gesticula mientras los bomberos laboran en un vehículo incendiado en el barrio de Río Comprido, en Río de Janeiro, a finales del mes pasado, en el marco de la ofensiva policial contra capos de la droga que bloquearon caminos y robaron a automovilistas para resistir el embateFoto Ap
Charles Bowden, multipremiado periodista estadunidense que reside en Tucson, Arizona, ama a Ciudad Juárez con tal pasión que la ha visitado incontables veces y se ha hundido hasta el copete en la mierda que la cubre. Gracias a eso puede ver, dentro de la mierda, la espeluznante realidad que allí se vive y que refleja la que azota a muchos otros lugares del país como Chihuahua, Tijuana, Matamoros, Reynosa, Tampico, Monterrey, Culiacán, Guadalajara, Colima, Cuernavaca, Acapulco, Morelia, San Luis Potosí, Boca del Río, Veracruz, Villahermosa y Cancún.
Una realidad, insiste Bowden, que no se parece a nada que hubiésemos conocido antes. En Ciudad del crimen (Grijalbo), su libro más reciente, una crónica del pavoroso año 2008 en aquella frontera, escribe:
“Durante años la gente ha buscado una sola explicación para la violencia. Los cárteles son muy útiles para ello. Los asesinos en serie también. Los cientos de bandas callejeras lo mismo. Y la pobreza masiva, las familias desarraigadas, los policías corruptos, el gobierno corrupto... [Pero] imagina por un momento otra cosa; algo como el mar, algo líquido, sin rey ni corte, sin jefe ni cártel. Renuncia a la forma normal de pensar... [Hoy en día] la violencia es como un viento que no cesa, pero nosotros insistimos en una batalla entre cárteles, o entre el Estado y el mundo de las drogas, o entre el ejército y las fuerzas de la oscuridad. Sin embargo, la violencia ya es parte del tejido social y no tiene una sola causa ni un motivo específico, ni botón de on y off. La violencia ya no es parte de la vida, es la vida”.
Sostiene Marcola
Marcos Camacho, alias Marcola, máximo jefe de un cártel de Sao Paulo, Brasil, llamado Primer Comando de la Capital, coincide con Bowden –a quien seguramente jamás ha leído ni tratado– en que la antigua normalidad ya no existe. En una charla con el diario O Globo, que concedió hace días en la cárcel donde reside como un hombre de gran poder, habló así.
“Antes yo era pobre e invisible. Nosotros sólo éramos noticia en los derrumbes de las favelas. Ahora somos ricos con la multinacional de la droga. Y ustedes se están muriendo de miedo. Nosotros somos el inicio tardío de la conciencia social en ustedes”, dijo antes de oír la siguiente pregunta: ¿y cuál sería la solución?
Marcola respondió: “No hay solución, hermano. La propia idea de solución ya es un error. ¿Ya viste el tamaño de las 560 favelas de Sao Paulo? ¿Ya anduviste en helicóptero sobre la periferia de Sao Paulo? ¿Solución, cómo? Sólo la habría con muchos millones de dólares gastados organizadamente, con un gobernante de alto nivel, una inmensa voluntad política, crecimiento económico, revolución en la educación, urbanización general y todo bajo la batuta de una tiranía esclarecida, que actuase a pesar de la parálisis burocrática tradicional, por encima del Legislativo cómplice y del Judicial que impide sanciones. Tendría que haber una reforma radical de los procesos penales del país, tendría que haber comunicación e inteligencia entre policías municipales, estatales y federales (nosotros hacemos videoconferencias entre presidiarios; ellos no). Y todo eso costaría billones de dólares e implicaría un cambio sicológico y social muy profundo. O sea, es imposible, no hay solución”.
¿No tiene miedo de morir?, le dice el entrevistador. Marcola se ufana: Ustedes son los que tienen miedo de morir, yo no. Ustedes no pueden entrar a la cárcel a matarme, pero yo sí puedo mandar matarlos afuera. La muerte para ustedes es un drama cristiano en una cama; la muerte para nosotros es la comida de todos los días. Luego de anotar que ha leído más de 3 mil libros, el capo se adentra en la sociología:
“¿Ustedes, intelectuales, no hablaban de lucha de clases? Pues entonces llegamos nosotros. Ahora ya no hay más proletarios y explotadores, hay una tercera cosa creciendo allá afuera, cultivándose en el barro, educándose en el absoluto analfabetismo, diplomándose en las cárceles... Somos la postmiseria. Y la postmiseria genera una nueva cultura asesina, ayudada por la tecnología, satélites, celulares, Internet, armas modernas. Es la mierda con megabytes”.
En seguida, tras comparar la lentitud, la debilidad y la pobreza del Estado con la rapidez operativa, la riqueza y la eficacia de los cárteles, Marcola dice, cuando el reportero a nombre de la sociedad y las instituciones le pregunta angustiado, ¿pero, qué debemos hacer?
“¿Qué deben hacer? ¡Atrapen a los barones de la droga! Hay diputados, senadores, empresarios y hasta ex presidentes en el negocio de la cocaína. Pero, ¿quién va a detenerlos? ¿El ejército? ¿Con qué dinero? Sólo pueden acabar con nosotros con la bomba atómica, pero ¿quién quiere playas radiactivas en Río de Janeiro? Ustedes sólo pueden llegar a tener éxito si dejan de defender la ‘normalidad’, porque la normalidad ya no existe. Lo que existe es la mierda. Y nosotros ya trabajamos dentro de ella”.
La tragedia según Calderón
El pasado miércoles, durante la presentación del nuevo libro de Anabel Hernández, Los señores del narco (Grijalbo), en la FIL de Guadalajara, Edgardo Buscaglia, experto de la ONU en el tema del crimen organizado, coincidió con Marcola al reiterar lo que viene diciendo hace años: que en México la lucha contra los cárteles será en vano mientras no caigan presos alcaldes, gobernadores, legisladores, magistrados, ministros, miembros de la clase política y del sector empresarial que guardan íntimas relaciones con la industria de la droga, tarea que, a juicio del especialista, no podrá llevar a cabo el gobierno corrupto, así lo dijo, de Felipe Calderón.
México no merece la tragedia de volver a lo autoritario, dijo Calderón por su parte, el domingo pasado en el Auditorio Nacional, al celebrar el cuarto aniversario de la infausta mañana en que se terció una banda tricolor para sentarse en los pináculos del poder y declararle la guerra al pueblo y a las instituciones con el pretexto del combate al narcotráfico.
Con esas misteriosas palabras –la tragedia de volver a lo autoritario–, Calderón expresó en clave que mientras de él dependa no se restablecerá el estado de derecho en México, lo cual sería una verdadera tragedia, ahí sí, por ejemplo, para Enrique Coppel, pues debería ir a la cárcel por el asesinato de sus empleadas en Culiacán; o para Germán Larrea, por el asesinato de los mineros de Pasta de Conchos; o para Marcia Altagracia Gómez del Campo, prima de Margarita Zavala, por los 49 bebés quemados en Hermosillo, o para Juan Molinar Horcasitas por lo mismo, y por la quiebra de Mexicana de Aviación y la destrucción de Luz y Fuerza, y por desviar, junto con Daniel Karam, 13 mil millones de pesos del IMSS para rescatar empresas privadas en quiebra; o para Cecilia Romero, por el asesinato de 72 migrantes en Tamaulipas; o para Ulises Ruiz, por tantos crímenes en Oaxaca, o para Mario Marín, Fidel Herrera, Amalia García, Vicente Fox, Marta Sahagún, los niños Bribiesca y tantos y tantas más.
Pero al ofrecerle, con ese mensaje, renovada impunidad a la mafia que lo respalda, Calderón coincidió con Bowden y Marcola en cuanto a que la normalidad ya no existe, y con Marcola y Buscaglia en que las soluciones no llegarán mientras no se produzca un cambio profundo. Y de nuevo con Marcola, en que “lo único que existe es la mierda. Y nosotros [en este caso, la olinarquía y Los Pinos] trabajamos dentro de ella”. ¡Todos al concierto el lunes en solidaridad con Rita Guerrero Huerta, patrimonio cultural de la humanidad!
Desfiladero
Wikileaks Hernández: días de transparencia
Jaime Avilés
Una vez más, la sabiduría popular vuelve a imponerse: cuando más oscuro está el cielo, dice el refrán, es justo cuando va a amanecer. Y en efecto, hasta hace unos días, cuando más abrumados nos sentíamos por el horror sin pies ni cabeza de la guerra de Felipe Calderón contra el pueblo, so pretexto del narcotráfico, y por los elogios del gobierno estadunidense a su valentía para enfrentar a los cárteles, las revelaciones de Wikileaks pintaron, como escribió en alguna de sus novelas Alejo Carpentier, las primeras luces del alba en los cristales.
Estamos empezando a vivir el amanecer de la transparencia. Ahora, gracias a Julian Assange y su grupo de ciberperiodistas, sabemos lo que Washington realmente piensa del hombrecito que vive en Los Pinos: no coordina las operaciones de la Marina, el Ejército y la Policía Federal, pues cada cual actúa por su parte. Estas instituciones no intercambian información entre sí porque sospechan unas de otras. Las tropas, sin adiestramiento para efectuar labores de investigación policiaca, tienen aversión al riesgo, y el hombre de mayor confianza de Calderón, Genaro García Luna, es visto con suma desconfianza por el Pentágono.

Los héroes de Wikileaks han desnudado al imperio más destructivo de todos los tiempos y con su hazaña han descubierto nidos de ratas por doquier. Estamos ante un hecho sin precedentes en la historia, que tendrá repercusiones en cada país. En el nuestro, por lo pronto, otras revelaciones ya están disponibles para que todos nos sirvamos de ellas y sólo esperan a que ustedes las conozcan y las empiecen a transmitir de boca de boca.

Algunas de ellas se encuentran en las 588 páginas del nuevo libro de Anabel Hernández, Los señores del narco (Grijalbo, 2010). En ese valiente y riguroso trabajo, la autora sostiene que, al menos desde el sexenio de Díaz Ordaz hasta el actual, todos los gobernantes mexicanos han mantenido estrechas relaciones con los grupos que importan, exportan y venden drogas ilícitas.

Con base en papeles desclasificados de la DEA, la CIA y otras agencias del norte; en investigaciones académicas de la Universidad de California, en expedientes judiciales y en testimonios de personas bien conocidas, pero también de informantes protegidos por la máscara del anonimato, la reportera demuestra –sin formularlo así– que antes del neoliberalismo la industria de la droga en México no representaba un problema de salud pública, ni mucho menos de inseguridad social, como ocurre en nuestros días.

Durante el sexenio de Luis Echeverría, cuenta y documenta con largueza, en los estados de Guerrero, Michoacán, Sinaloa, Durango, Chihuahua, Veracruz y Oaxaca se sembraba mariguana y amapola bajo supervisión oficial, y todas las cosechas eran enviadas íntegras a Estados Unidos, en el marco de un acuerdo entre ambos gobiernos. Eran los años de la guerra de Vietnam y el Pentágono necesitaba surtir de estimulantes a sus soldados en el frente de batalla. Pero en México los narcos obedecían la orden precisa de que ni un kilo de mercancía podía quedarse en el país, y si alguien intentaba desacatarla iba a la cárcel.

La cooperación prosiguió tras la derrota estadunidense en Vietnam, pero se amplió después del triunfo de los sandinistas en Nicaragua. Acotado por el Congreso de Estados Unidos que le negó fondos para desestabilizar al nuevo régimen de Managua, el gobierno de Ronald Reagan montó la operación Irán-Contras. En ésta, la CIA ayudaba a los cárteles colombianos de Pablo Escobar Gaviria y los hermanos Rodríguez Orejuela a llevar grandes cargamentos de cocaína al inmenso mercado imperial, con la participación de los cárteles mexicanos y, por supuesto, con la anuencia de Miguel de la Madrid.
Los aviones que partían de Cali y de Medellín atiborrados de coca paraban en México para surtirse de combustible, continuaban rumbo a su destino más allá del río Bravo y, con las utilidades obtenidas en el negocio, regresaban repletos de armas para los mercenarios acantonados en Honduras, que a lo largo de la década de los 80 desarrollaron una persistente guerra de baja intensidad. Cuando la Contra logró su objetivo y los sandinistas aceptaron ir a elecciones –que perderían en 1990–, la CIA sacó del agua sus redes y las quemó.
Invadió Panamá, arrestó al general Manuel Antonio Noriega, y se lanzó contra los grandes capos colombianos, encarcelando a unos, asesinando a otros, entre ellos al célebre Pablo Escobar Gaviria, a quien uno de los declarantes de Anabel Hernández le niega cualquier clase de mérito: decía que era el mejor contrabandista de droga de todos los tiempos, pero la verdad es que movió miles de toneladas de coca con ayuda de Estados Unidos. Así qué chiste.
Conocer antes de destruir
Obra que merece ser leída con reposo –y con sombrero, porque a menudo les pondrá los pelos de punta–, Los señores del narco sugiere, al cabo de sus primeras 200 páginas, una moraleja inicial: antes del neoliberalismo, cuando en el país había crecimiento de 8 por ciento anual, estabilidad cambiaria, sindicatos fuertes, subsidios agrícolas, precios de garantía, etcétera, la industria de la droga era marginal y estaba orientada exclusivamente a la exportación, para satisfacer los intereses de Estados Unidos y, por supuesto, enriquecer a los políticos, militares y policías que la cuidaban.
Todo comenzó a cambiar durante el sexenio de De la Madrid, cuando la sumisión del país al FMI, la privatización de las empresas públicas, la concentración de la riqueza en pocas manos y el desahucio económico al que fueron condenadas las grandes mayorías, convirtió al narcotráfico en tabla de salvación de miles y miles de pobres.
La tendencia se agudizó, naturalmente, durante el gobierno espurio de Salinas de Gortari, que surgió del fraude de 1988, y se complicó aun más con la entrada de la cocaína colombiana al mercado interno. Y la descomposición siguió acentuándose durante los mandatos de Ernesto Zedillo y Vicente Fox, dentro de ciertas reglas, que Calderón destruyó de un manotazo, rompiendo el tablero de juego y hundiendo en el caos al país. ¿Podremos salir de allí, o mejor dicho, de aquí, de lo más profundo de este hoyo al que hemos sido arrojados?
No, decía el capo brasileño Marcos Camacho, alias Marcola, en una entrevista concedida a O Globo que citó el Desfiladero de la semana pasada, no hay solución, pero atrapen a los barones de la droga. Hay diputados, senadores, empresarios y hasta ex presidentes en el negocio de la cocaína.
Pues bien, la investigación de Anabel Hernández proporciona nombres, apellidos y actividades económicas de un buen número de personas situadas en los pináculos del poder, que actualmente sostienen ligas con la industria de la droga en México. Y a diferencia de lo que piensa Marcola, ella aseguró hace unos días, durante una charla con Rubén Luengas para una televisora estadunidense: Como madre, como hija, como mujer y como periodista estoy convencida de que las cosas sí tienen solución [...] pero antes tenemos que conocer nuestra realidad. No podemos destruir lo que no conocemos.